viernes, 21 de febrero de 2014

Ellos nos miran. Nosotros, ¿nos miramos?


Los comienzos de año siempre fueron emocionantes para mí. Época de trazarse objetivos nuevos, de iniciar proyectos, de reencontrarse con colegas, etc. En el ámbito escolar, particularmente,  es época de planificar, de imaginar recursos creativos con los que sorprenderemos, motivaremos, provocaremos a un grupo de estudiantes (nuestros estudiantes) para ayudarlos a crecer. Dicho así, pareciera una época de fiesta, un disfrute. ¿Quién no disfruta planificando una fiesta sorpresa, por ejemplo? ¿Por qué no disfrutar la planificación de los encuentros educativos? Deleitarse de antemano imaginando cuán divertidos serán , cuántas cosas interesantes surgirán en esos intercambios Contribuir con el crecimiento de otros y al mismo tiempo crecer nosotros también. Un privilegio.
Y así me lo hacían sentir cuando era niña. Veía entusiasmo en mis docentes, ganas de empezar el año, ganas de entrar a la clase, de estar. Orgullo de ser los que comandaban el proceso. Y nosotros los mirábamos con admiración porque sabían, porque eran nuestra guía, porque aunque les criticáramos los métodos (un poco autoritarios algunas veces, poco conciliadores en otras oportunidades) reconocíamos su lugar y jugábamos a ser ellos. Jugábamos a ser maestros y nos ilusionaba serlo.
En la actualidad, casi ninguno de mis alumnos quiere ser docente. Ninguno quiere parecerse a sus maestros. En primer lugar, porque vivimos en una sociedad elitista. Y el éxito es tal solo si trae dinero.  No hay, según la concepción de nuestras mentes modernas, ningún otro éxito posible, en ningún  ámbito, si no está ligado al dinero. De modo tal que, como proyecto laboral no entra dentro de las posibilidades de alguien que quiere “triunfar” en la vida. Con semejante etiqueta, nosotros, los que somos “fracasados” por elección (me refiero a los docentes, claro), vamos por la vida señalados, incomprendidos, poco respetados, sobreexigidos. Y nos refugiamos en la última bandera que nos justifica: la vocación. Yo elegí ser docente porque me ilusionaba serlo. Perdón. Me ilusiona. Todavía me ilusiona. Todavía creo que puedo hacer algo en las aulas aunque no siempre soy escuchada  como me gustaría, aunque no siempre reciba las respuestas que me gustaría, aunque vaya por la vida sabiendo que este año no compraré un vehículo nuevo de alta gama con mis ingresos, y que el próximo año, seguramente, tampoco.
Pero soy alfarera de personas, artesana de ilusiones, tejedora de sueños. Y disfruto ese papel, a pesar del cansancio, de la cantidad de trabajos para corregir, de la falta de tiempo, a pesar de todo... volvería a elegir ser docente. Y creo que eso se transmite. Y que cuando una persona está alegre, motivada por su tarea, transmite alegría, entusiasmo, impulsa y enseña. Enseña con el ejemplo. Porque más que lo que podamos decir dentro del aula, frente a nuestros estudiantes, enseñamos con lo que podemos hacer. Ellos nos miran. Y quiero que aprendan que cada día es una bendición, una oportunidad, un desafío; que es maravilloso armar equipo, contar con otros, trabajar con otros; que es necesario comunicarse, escucharse, entenderse, generar lazos....

No padezco ser docente. Me alegra serlo. Y trato de reflejar esa imagen. Porque sé que ellos me miran.

sábado, 8 de febrero de 2014

Ver o no ver: esa es la cuestión

Hay velos que uno porta con la mayor dignidad posible, convencido de que lo que alcanza a ver nuestro entendimiento es la única realidad completa y acabada. Así, podemos pasarnos una vida entera siguiendo mandatos (familiares y/o sociales) que  creemos que nos hacen felices. En ese trajín, muy pocas veces podemos ponernos a pensar qué es la felicidad, o para qué vivimos, porque el ritmo que llevamos nos impide ganar esos espacios de silencio, de retrospección.
Esta realidad acelerada es más patética en época de vacaciones: después de haber “corrido” durante todo el año laboral, sin tiempo para comer adecuadamente; dormir y conseguir un verdadero descanso; mirar a los ojos a nuestros hijos para averiguar lo que están sintiendo; poder encontrarnos con nuestros afectos sin tener que controlar el tiempo… después de nuestra maratónica carrera de obstáculos decidimos que es tiempo de vacaciones. “Tenemos que descansar”. La imposición no nos abandona y a la hora de planear ese descanso continuamos aferrados a las exigencias, a los horarios, a la mirada de los otros. 365 días sin un minuto para mirarnos por dentro, para observar nuestro tablero, para pensar lo que hemos construido hasta acá, para analizar si hay alguna combinación que no hemos ensayado, para ver qué se nos está escapando…  Este ejercicio puede ser atemorizante. La libertad puede producir esos efectos: queremos ser libres, pero decidir sin moldes puede dar vértigo. Y no se trata de una decisión anárquica, que rompa con las reglas, una decisión adolescente. Por el contrario, se trata de madurar, de tener una visión madura de nosotros mismos y de nuestra vida y de invitarnos a pensar que, si hemos logrado sobrevivir hasta acá mirando solo desde un ángulo, podríamos intentar mirar desde otro lugar.  Y ver qué imagen nos devuelve el espejo.
Muchas personas pierden el velo ante situaciones límite, frente a una enfermedad, un accidente y sus amigos y familiares observan con asombro cómo de pronto su lista de prioridades cambia de manera radical: comienza a disfrutar de cada instante, de cada simple detalle, deja de correr de modo enajenado y empieza a caminar más despacio. Sin embargo, cuánto mejor poder reflexionar a tiempo, y ensayar un cambio de este tipo porque sí, porque queremos. Queremos disfrutar de la vida, de nuestros afectos, de nosotros mismos…
Por años estuve convencida de que el “éxito” y la vida acelerada iban necesariamente de la mano. Éxito material pero muchas carencias en otros ámbitos, grandes deudas de esas que no tienen precio.
Lo bueno de equivocarse es la oportunidad de aprender: entender y decidir dar vuelta la página y escribir un nuevo capítulo. Ver más allá. Es posible. Maravillosamente posible.