lunes, 29 de abril de 2013

¿Por qué cuesta que se naturalice el uso pertinente de TIC en Educación?




Silvana Cataldo - Ramiro Massaro
Centro Enfoques
enfoquescentro@gmail.com

La irrupción de las Nuevas Tecnologías en las aulas, durante las últimas décadas, se produce por diversas causas.  Una de ellas es de tipo cultural: las nuevas tecnologías se instalaron en las actividades cotidianas de las personas, provocando cambios en la manera de relacionarse, de comunicarse, de mirar la realidad. La escuela logró resistir este ingreso por un tiempo, continuando e incluso reforzando en algunos casos los modelos tradicionales de enseñanza y aprendizaje. Fueron las decisiones políticas educativas de los últimos años, con aciertos y desaciertos, las que buscaron actualizar las instituciones planteando la necesidad de incorporar Nuevas Tecnologías en las prácticas educativas.  Las primeras reacciones surgieron tras las presiones y actividades no previstas ni contempladas en las tareas habituales de los docentes.  Los dispositivos finalmente llegaron a las instituciones, mientras que los docentes iban realizando capacitaciones para adaptarse en forma gradual a estas nuevas herramientas.  

El proceso de integración no ha sido lineal ni fácil e incluso se hallaron (en algunos casos, todavía se hallan) algunos impedimentos y, a la vez, algunos resultados interesantes.  Para algunos autores, como Area Moreira (2002), las condiciones que generan resistencia a la inclusión de las TIC en los procesos educativos pueden ser:

- la persistencia del  modelo de institución escolar tradicional, del que ya hemos hablado;

- la organización del curriculum sigue también la concepción tradicional,  organizado según el modelo ilustrado de la cultura del siglo XVIII (es decir, compartimentalizado y secuenciado en materias y disciplinas científicas en orden creciente de dificultad);

- el desarrollo deficitario de la infraestructura y de los recursos tecnológicos en las aulas y centros educativos debido a las limitadas inversiones económicas;

- la escasa capacitación en conocimientos y destrezas tanto tecnológicas como pedagógicas para que el profesorado pueda planificar, desarrollar y evaluar actividades apoyadas en tecnologías no impresas;

- la vigencia en las actividades y prácticas del aula de los modelos tradicionales de enseñanza que privilegian la  transmisión y recepción del conocimiento y de un modelo de cultura libresco, enciclopedista.

Las condiciones actuales de este proceso siguen siendo auspiciosas ya que hoy resulta imprescindible que los docentes y las instituciones educativas atiendan este nuevo escenario minado por la innovación tecnológica y, como consecuencia, empiecen a revisar, cuestionar y reformular sus métodos en función de estos cambios sociales con los que la comunidad, sobre todo los niños y adolescentes, conviven a diario.

Hoy es imposible negar el rol que tienen las nuevas tecnologías en nuestra vida diaria y de qué manera han afectado al mundo y su funcionamiento e incluso a la percepción que hacemos del mismo (la primacía de la imagen por sobre el texto, los nuevos códigos y canales de comunicación y la fragmentación del mundo lineal y secuencial).
Si sumamos la potencialidad de los dispositivos digitales para distribuir la información, para lograr trabajos colaborativos entre estudiantes, la formación de redes entre docentes y la creación de nuevos conocimientos entre otras funcionalidades puede darse un cambio en las propuestas pedagógicas para mejorar la calidad educativa. A pesar de las resistencias, hacia allá vamos...



viernes, 26 de abril de 2013

23 de mayo. Interfaces en Palermo.


Modos de decir y responsabilidad sobre lo dicho

En la época de la explosión de las tecnologías de la información y la comunicación, decir es una acción que se realiza casi de manera compulsiva. Poca reflexión hay acerca de lo dicho. Se dice tanto, se escribe tanto, que no queda tiempo para pensar profundamente acerca de lo que se escucha y de lo que se lee. Del mismo modo, poca reflexión hay acerca del modo de decir. Y con “modo” no me refiero a la corrección lingüística, al uso adecuado de las normas ortográficas, a la elección correcta del tipo discursivo, a la adecuación, en mayor o menor grado, respecto del contexto en que esa situación comunicativa va a desarrollarse. Es sobre qué ocupa nuestro decir, lo dicho. Decir algo a otro nunca es un acto inocente. Antes bien, la intención íntima del decir siempre persigue algún tipo de respuesta de otro: busca su aprobación, una reacción determinada, un permiso, una información. Decir tiene siempre una consecuencia. Tan compleja acción en la que involucro a otro no puede ser llevada a cabo sin una mínima reflexión porque ese otro, el que me escucha decir, tiene derecho a reaccionar frente a lo que digo: a aprobarme o desaprobarme, a otorgarme o no determinado permiso, a adherir a mi postura o a pedir razones frente a lo dicho. En tanto involucro a otro, el acto de decir exige responsabilidad, entendiendo este concepto como la capacidad de fundamentar mis acciones y dichos frente a los otros y, además, la disposición para hacerlo. Hablar, dialogar con otro es una práctica social y, como tal, debería tener presente en todo momento las consecuencias de su acción, tanto en el planteamiento que le da origen (¿para qué hablar cuando no tenemos nada que decir, ninguna intención con la emisión de esas palabras?) como en la necesaria reflexión continua que el proceso mismo exige. Decir siempre es intervenir en el pensamiento de otro, por eso lo dicho trasciende mis límites para intervenir, de manera positiva o negativa, en el otro, en su aquí y ahora y, tal vez, seguramente, en su futuro. ¿Somos concientes de esto? ¿De que nuestras palabras traen consecuencias, tejen redes o las destejen, aportan, soportan o derrumban otras palabras? ¿De que al enunciar, cuestionar, dialogar construimos para las generaciones que vienen? Y en este sentido, a veces, escuchar, guardar silencio, no hablar sin reflexionar, decir lo que es pertinente que sea dicho y no decir lo que no corresponde, por el solo hecho de "decir", es un acto de responsabilidad que muchos adultos estamos incumpliendo. Ser responsables de nuestros discursos y de nuestros silencios es algo que debemos ejercitar. La escuela no puede quedarse afuera de esta reflexión. Por el contrario, es el ámbito propicio para pensar estas cuestiones. No como institución transmisora de información o espacio de construcciones de conocimiento, sino a partir de su tarea pedagógica básica, la de contribuir con la educación moral y la formación de personas tiene un papel protagónico en la configuración de una responsabilidad discursiva. En el aula, los docentes tenemos la posibilidad de ayudar a reflexionar y transformar la capacidad discursivo-argumentativa originaria que todos y cada uno de nosotros posee en una competencia para plantear los problemas y buscar soluciones, a través de la implementación de discursos reales, que tengan una intención comunicativa genuina y respetuosa del otro, que inviten al diálogo y a la aceptación de las diferencias. Desde los primeros años escolares es necesario introducir y ejercitar el diálogo crítico-argumentativo, con todo lo que ello implica: cooperar en la búsqueda de la verdad en todo lo que uno hace y decide, así como comprometerse en la búsqueda de normas justas de convivencia como instancias clave para una configuración razonable de la vida personal y de la convivencia pública. Educar para el diálogo crítico, para la corresponsabilidad en la toma de decisiones y la acción solidaria implica enseñar a plantear los problemas y las aspiraciones individuales en el marco de una diálogo abierto al examen de todos los posibles implicados; implica enseñar a resolver los conflictos de forma tal que las posibles soluciones encuentren (o tengan la intención de encontrar) el consentimiento de los demás; implica, en fin, enseñar a tratar a los demás como personas con iguales derechos y obligaciones. Enseñar a que nuestro decir construya. Todo un desafío.

martes, 16 de abril de 2013

Qué y cómo enseñar en épocas de la web 2.0

El profundo y vertiginoso cambio cultural por el que venimos transitando desde hace algunas décadas está, entre otros factores, íntimamente relacionado al desarrollo y la incorporación a la vida cotidiana de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación (TIC). Si bien este cambio cultural impacta en todos los aspectos de nuestras vidas, el más significativo y dificultoso de asimilar es el que se produce en las instituciones educativas, porque la velocidad con que se produjo este cambio provocó una brecha tecnológica profunda entre el “afuera” y el “adentro” de la escuela: los estudiantes acceden a diferentes fuentes de información, se conectan con personas y comunidades de práctica, pueden usar la tecnología para dar forma y descubrir su propio aprendizaje. Esta fluidez con que los estudiantes trabajan con estas herramientas y acceden a la información no puede ser controlada por los docentes, lo que causa un extrañamiento en maestros y profesores, quienes tradicionalmente ocupábamos el lugar de “detentores del saber”. Al mismo tiempo, la situación de asimetría entre “expertos” docentes y “novatos” estudiantes también ha cambiado y se manifiesta claramente en el área del uso de la tecnología: nuestros estudiantes tienen, en la mayoría de los casos, más conocimiento de los diferentes recursos tecnológicos y, en tanto nativos digitales, los utilizan con mayor destreza. Si una de las tareas fundantes del rol docente (y de los adultos en general, respecto de las nuevas generaciones) es la de transmitir (saberes, experiencias y conocimientos), frente a este nuevo escenario en el cual muchas veces nos encontramos desprovistos, inseguros, aparentemente sin todos los recursos necesarios, debemos repensar nuestro rol y, con él, el problema de la transmisión, es decir, la necesidad de conservar, recuperar, dar continuidad a lo cultural, que sin dudas es la esencia de todo proceso educativo. Cuando hablamos de transmisión nos referimos a lo que una generación adulta le “pasa” a la generación que le sucederá, los herederos: sus vínculos, valores, sus creencias. Los cambios producidos en las últimas décadas en las instituciones familiares y educativas han erosionado profundamente esta noción de transmisión, particularmente en relación con la crianza y con la educación. Por tanto, reflexionar acerca de la transmisión (qué enseñamos, qué consideramos que las nuevas generaciones no pueden desconocer) es concientizarnos acerca de las formas en que aseguraremos la continuidad de la sociedad y colaboraremos en la construcción de su futuro. Para esto, es necesario revisar el modo en que lo haremos. Basta con escuchar a los docentes o a los padres hablar de estudiantes o hijos para darnos cuenta de que se han producido grandes cambios en la infancia o en la adolescencia, lo que a su vez ha provocado modos diferentes de relación entre generaciones, reformulación de conceptos básicos tales como la distancia comunicativa, y con ella el concepto de autoridad que intervenía en la construcción de esa distancia. Si bien toda generación joven se constituye respecto de la generación anterior tomando distancia a partir de una diferencia (con una actitud, más o menos explícita, contestataria o indiferente) la tarea de la transmisión justamente consiste en construir un relato que dé cuenta de la continuidad de la historia de ese grupo en el tiempo. Sin embargo, adultos, jóvenes y niños vivimos en un presente que parece rechazar de plano el pasado, que aparentemente no puede nutrirse de él porque ha cambiado todo: modo de comunicarse y de relacionarse, la concepción del tiempo(real/virtual), la celeridad de los cambios tecnológicos y sus consecuencias pragmáticas, la mediatización de la vida privada y el concepto de la mirada del otro. Adultos, jóvenes y niños estamos atravesados por todos estos cambios. Solo que el deber insoslayable de “transmitir” es de los adultos: padres y docentes son los que deben poder reflexionar, pensarse y pensar en cómo dar continuidad a nuestra historia y para ello, deberemos considerar tanto las viejas como las nuevas experiencias del tiempo, rescatar del pasado valores y creencias que son universales y necesarias, fomentar el desarrollo del sentido crítico, proveer herramientas de discernimiento, y considerar a nuestros jóvenes y niños como sujetos cuyas identidades se constituyen en múltiples espacios, incluso muchos de los cuales son desconocidos por los adultos. Llegados a este punto, retomemos entonces nuestro interrogante: ¿qué y cómo enseñar en épocas de la web 2.0? De lo dicho podría desprenderse, que, por difícil que pueda parecer, en primera instancia es necesario que padres y educadores construyan un espacio de intersección entre el pasado y este presente, que reúna a las distintas generaciones. Repensar la transmisión revisando nuestro lugar de adultos frente a estas nuevas generaciones. En el ámbito educativo específicamente, no son pocos los autores que reclaman una redefinición del rol docente. ¿Pero cómo redefinir? ¿cómo vencer el temor al cambio? Y, en todo caso, ¿hacia dónde encaminar este cambio? ¿Qué es lo que habría que cambiar? En primer lugar, es necesario renunciar a la creencia omnipotente de que debemos saberlo todo, que la transmisión desde la escuela es determinante para construir el destino del otro. En realidad, hoy en día, la información está en todas partes y el aprendizaje sucede en cualquier lugar y momento. A esto llama Nicholas Burbules “aprendizaje ubicuo”, concepto que surge, precisamente, con la masificación de la tecnología portátil. Para Burbules, hace una diferencia sustancial en el aprendizaje el hecho de poder acceder a la información en cualquier lugar y en cualquier momento o, mejor dicho, en el momento en que esa información es útil y relevante para ese individuo. De modo que, el aprendizaje ubicuo se refiere a aprender de una manera distruibuida en el tiempo y en el espacio, en el momento pertinente, o sea, en cualquier momento de nuestra vida diaria, sin la determinación de lugares específicos para aprender (como la escuela) o de personas específicas (como el docente). Visto de este modo, el aprendizaje en esta época es un proceso más colaborativo, donde muchas voces están presentes. En este contexto, la transmisión que debemos imaginar desde la escuela debe contemplar el acceso de todas esas voces: la de los docentes y alumnos de todas las edades, y las de estas redes también, que proyecte su mirada sobre el conjunto social a través de la enseñanza. La pregunta que faltaría responder es ¿cómo? Y esta es una pregunta que no admite una sola respuesta. Cada docente irá encontrando su modalidad, su canal de comunicación, sus estrategias. Lo que sin dudas nos asegurará el éxito en el ámbito de la transmisión educativa será crear condiciones para que los jóvenes se animen a encarar esa labor con voz propia y, al mismo tiempo, animarnos a nutrirnos de esas voces sin temor a perder, como adultos, el rol de guías, de provocadores de este proceso.