domingo, 25 de septiembre de 2016

Aprendizaje para la vida: Cuando lo importante pone en lista de espera lo urgente.



En estos tiempos se vive detrás de las urgencias. Los padres tenemos exigencias disfrazadas de imperiosas necesidades. Y son estas exigencias las que, muchas veces, nos impiden ver lo importante. Nadie duda de que nuestro objetivo es darles lo mejor a nuestros hijos y asegurarles un buen futuro. Esto supone conseguir buenas escuelas, actividades extracurriculares, buenos viajes de estudios, buenas universidades... Todo esto implica mucho trabajo, muchos ingresos que nos permitan sostener todo y seguramente muy poco tiempo para compartir el proceso, con suerte tiempo eventualmente para alegrarnos con los logros en alguna presentación de fin de año o en alguna reunión de padres. 

Confieso que me he dejado llevar por la vorágine de la urgencia moderna mucho tiempo, pensando (tal vez sin reflexionar demasiado) que hacía lo correcto. Y he vivido admirando de soslayo a aquellas personas de vidas lentas, aquellas que conservan rutinas por años, colecciones heredadas, estantes con libros centenarios, los amigos de siempre, las costumbres de siempre a la hora de siempre.

Por el contrario, he vivido envuelta en cambios, postergando todo lo postergable y repartiendo mis migajas de tiempo entre múltiples cosas, siempre muchas, siempre intensas. 

Y el tiempo se va escurriendo y va dejando aprendizaje en el tamiz. La mirada se vuelve más exigente. Entre el vendaval de urgencias, comienza a cobrar forma lo importante: la fidelidad a las ideas que uno ha forjado (o que lo han forjado a uno), la honestidad con los que ama y la manifestación de los sentimientos que uno tiene. Es tiempo de pensar el tiempo. De mover estratégicamente las piezas en el tablero. "Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora" (Ec. 3:1). Lo urgente del día a día puede esperar. 

Ir más despacio no significa quedarse parado. Por el contrario, significa avanzar con paso firme. Disfrutando del camino, planeando la siguiente movida. Tiempo para pensar, para disfrutar de los logros, para reflexionar sobre los fracasos. Tiempo para sentir la vida, para paladearla, para modelarla, para elegirla, para agradecerla. 




martes, 8 de marzo de 2016

¿Qué es celebrar?

Celebrar es bueno!  Y siempre es bueno encontrar un motivo. Los alumnos del último año de secundaria de la ciudad celebran hoy que inician la recta final. Celebran su "último primer día de clases en la escuela". Celebran el principio del fin de una etapa. Es un buen motivo para celebrar, porque ese es un momento clave en sus vidas: momento de grandes decisiones, de nuevas oportunidades, de nuevas experiencias, de crecimiento.
El punto es, ¿cómo lo celebran? Y, en todo caso, ¿qué es celebrar? Celebrar es tener (buscar y encontrar) motivos para ser feliz, sentirse realizado, satisfecho, orgulloso por la labor/conquista/logro, esperanzado, agradecido, bendecido. Se puede celebrar en silencio, todos los días y también se puede querer compartir esa felicidad con otro, contagiarla, cantarla, bailarla...

Desafortunadamente, en nuestra sociedad, celebrar está asociado al exceso. Hacer una fiesta suele implicar comer y/o beber tan abundantemente que atentamos contra nuestra propia salud. Si gana nuestro club deportivo, debemos gritar, romper, mostrar que somos felices. Porque es eso. No importa si somos felices. Lo importante es mostrar. Y si lo hacemos en exceso pareciera que somos más felices. Podría poner cientos de ejemplos.  Pero lo cierto, hijos (porque en realidad es a ustedes que les hablo, pienso en ustedes cuando digo estas cosas), es que el exceso nos hace perder el sentido de las cosas. No duermo, grito, danzo durante horas, paralizo el tránsito, actúo desaforadamente, me comporto como no soy, como no me han enseñado... ¿soy feliz?  ¿O hago de cuenta que lo soy?  Para celebrar necesito lucidez, conciencia, conectarme con lo que siento, con aquello que me alegra, me entusiasma, me emociona.

El acontecimiento más grande de mi vida fue conocerlos y no me recuerdo saltando y gritando por los pasillos de la clínica, involucrando a  desconocidos en mi festejo, aunque juro que es probable que nunca haya sentido nuevamente felicidad tan inmensa y desbordante. Sin embargo, me quedé ahí, observando maravillada, conmovida, agradecida.
Y cada día desde aquel celebro tenerlos, escucharlos, abrazarlos, acompañarlos. Profundamente lo celebro. Y lo celebraré hasta el último día de mi vida. En eso consiste mi exceso.